Augusto Rendón: La locura o el quinto jinete del Apocalipsis

Por Juan Manuel Roca
Hace más de cuatro décadas trabaja entre nosotros un grabador que rebasa el contexto nacional, alguien que debería demandar un interés sin orillas geográficas, si la crítica —y no solo la historia— cumpliera con un deber esclarecedor, con una valoración que no responda a las modas ni a los cánones basados en el mercado y en lo que dicte, sea cual sea, la metrópoli de turno.
 Augusto Rendón ha llevado una vida dedicada al arte más allá de las figuraciones –en un tiempo era un hecho reiterado el que obtuviera premios en los salones nacionales-, y durante algún tiempo ha pasado a la tras-escena voluntaria, a una especie de asordinamiento de su obra. Una obra que ahora, con esta retrospectiva de grabados que incluyen un par de trabajos de su época de estudiante en Italia, se le revela a muchos como un tesoro escondido.
 Ningún grabador colombiano ha realizado más grabados sobre el imaginario del país desde una mitología personal, sobre las diferentes capas de sus violencias, desde la masacre de Santa Bárbara, valga de ejemplo, hasta nuestros días. Eso, se podría decir, no es un valor estético en sí mismo, no pasaría (como ocurre en muchos casos de la plástica colombiana) de ser un aporte a la historia de nuestro arte pero no al arte, un enclave importante para la sociología, de no estar realizado de manera magistral con el virtuosismo propio de un gran dibujante y grabador que no se queda en la reproducción de un destino social, de un mimetismo con la realidad inmediata..
 Como ocurre con ciertos sucesos grabados por Francisco de Goya y Lucientes en una época de España descrita con su habitual ironía por Carlos Marx, cuando señalaba que ese país estaba dividido en dos partes, una que producía ideas sin actos y otra que producía actos sin ideas, tal como ocurre en la Colombia de ahora. Lo mismo pasa con Augusto Rendón, él tiene la capacidad de asomarse a esos dos mundos excluyentes para mirar desde el arte nuestra  tragedia colectiva.
Al mencionar a Goya vale la pena recordar la banalidad con la que una mujer habitualmente lúcida, descartó algunas obras de Rendón por sus vecindades estéticas con el genio develador del “sueño de la razón” que ya sabemos los seres teratológicos que produce. Lo mismo ha podido decir de los grabados de Carlos Correa o inclusive de ciertas atmósferas de Juan Antonio Roda y, por supuesto, descartar también con tal argumento muchos dibujos goyescos de su admirado José Luis Cuevas, uno de sus “cuatro monstruos cardinales”.
 Qué duda cabe, Rendón es quien de manera más feroz y permanente introduce la realidad colombiana en sus estampas, más allá de asuntos episódicos o anecdóticos. Augusto Rendón es al grabado lo que Alejandro Obregón es a la pintura, según las palabras de Samuel Vásquez, es decir, un explorador de símbolos de raigambre colombiana universalizados por una visión para nada aldeana, muy distante de la vieja pintura de los cuadros de costumbres.
 Hay una pregunta rondando sobre el  por qué de la relación más estrecha existente entre las circunstancias sociales y el grabado y su reiterada mirada crítica de cualquier entorno, que la que existe en relación con la pintura. Quizá ese carácter no sea programático y a lo mejor nazca de manera inconsciente de las estampas seriadas, de su claro objetivo divulgador que rebasa la mirada única, privatizada. Pero claro, la obra seriada funciona de modo muy diferente en los países latinoamericanos y en los Estados Unidos, por ejemplo. Si acá se realiza –y hablo de los auténticos grabadores- por un deseo de difusión social, de una mayor cobertura para un público sin grandes alcances monetarios, allá se hace por razones económicas, para ampliar los ingresos de galeristas y artistas que casi siempre hacen del grabado un sucedáneo de su arte.
 En este punto hablar de la necesidad de crear un museo del grabado en el país, como el que existe en México, cuando tenemos una notable tradición vapuleada por el manoseo de artistas que sólo hacían dibujos mordidos en algo puesto en boga de manera espuria, es algo más que un guiño caprichoso, es una carencia más de nuestra cultura visual. En un ámbito así, en un gran salón que historie a nuestros grabadores, se podría ver la importancia de la obra de Augusto Rendón, algo que es sin duda un epicentro de este arte en Colombia y un punto de necesaria referencia en Latinoamérica.
 Podría señalarse para la obra de Augusto Rendón algo que expresara Luis Vidales en torno a la percepción del mundo y del arte: “no siempre nos detenemos a pensar en la diferencia que existe entre el reflejo del mundo en la mente y la forma como transcriben este mundo en la plástica las ficciones visuales”. Y es lo que hace Rendón. Fija o graba en su mente lo que el mundo exterior le entrega y por una suerte de alquimia personal lo convierte en una ficción visual, en un efecto sedicioso. Lo dijo Óscar Wilde: “allí donde el hombre cultivado capta un efecto, el hombre sin cultura pesca un resfriado.”
 La presencia de la muerte, por ejemplo, aparece en muchos grabados de Rendón sin la exclusión de un Eros lacerante. Entre la inhibición que produce la muerte y la atracción que seduce desde el erotismo, hay un efecto que se tiende como un puente colgante que conduce del sueño a la vigilia, o de manera contraria, para crear una realidad de naturaleza onírica. No es la violencia en una instancia fotográfica ni estadística sino en un estadio mítico, tocado de leyendas.
 Y aparece entonces, como rasgo esencial, un capítulo de la locura, de la vesania en un país que huye de sí mismo, que practica la autofagia de manera dolorosa, un país que va en su propia nave de los locos (stultifera navis como la evoca Michel Foucault) hacia un mañana incierto, hacia tierras movedizas.
No es algo cercano a la Cura de la locura del Bosco ni a los grabados medievales, pero ¿quién se niega a entrever en nuestra violencia un pasaje atrasado de la Edad Media, una forma de la insania mental que nuestro grabador atrapa en sus caballos y jinetes, en una suerte de Apocalipsis de entrecasa? Es el lenguaje bífido, la doble lengua de la razón que cubre nuestra manera de ser entre el espejo y el adentro, como aquellos que lavan su máscara antes de lavarse la cara.
Hay grabados de Rendón que tienen al fondo unos paisajes ausentes, unos árboles donde además del fruto puede balancearse el ahorcado, jinetes que caen de un corcel como en una metáfora del poder, perros que rabian, obispos que galopan sobre su fasto y sus poderes, toda una iconografía del miedo.
 No es la suya una obra complaciente. Ni amable. Ni satisfecha. Es una ardiente manera de evocar lo que de hábito se esconde bajo la alfombra de la costumbre.
 Hay en toda la obra de Augusto Rendón una fidelidad a sus obsesiones, un sentido refractario de frente a la obediencia, un deseo claro de no correr detrás de la historia que es lo propio de la moda.
 No son los suyos grabados-jerga, grabados-argot hechos a la medida de los tiempos, es decir transitorios, son más bien grabados que más allá de adentrase en las técnicas mixtas de la aguatinta y el aguafuerte con una habilidad que parece natural, son un lenguaje de trazos que no evaden ni la abstracción ni lo figurativo, pues se entremezclan para totalizar un universo plástico de gran vigor, de honda fortaleza. Más allá de algunos episodios que pudieron suscitar la ejecución de estos grabados, brotados de nuestra cruenta realidad, son obras que pueden hablarle al espectador de cualquier lugar, de cualquier momento.
 Si para Rendón la locura es una suerte de quinto jinete del Apocalipsis, algo que podría ser la larga noche de la sin razón, sus grabados son un fiel testimonio de este aserto que opera como liberación, como testimonio estético de una larga encrucijada de la historia. Es una apuesta moral contra el ultraje del hombre y sus entornos ominosos.



Obra de Augusto Rendón en